“La vanidad, definitivamente mi pecado favorito”
Con esta sentencia pronunciada por Al Pacino,
interpretando al mismo Lucifer, termina la película “Pacto con el diablo”
(1997).
No vengo a comentar la peli (una de mis grandes
pasiones), sino a reflexionar sobre el concepto de tal pecado.
Parto de esta
escena final: Keanu Reeves, creyendo haber vencido la seductora oferta del que
resulta ser su padre, Al Pacino, vuelve sin advertirlo a caer en la actitud
narcisista del que se siente alabado por encima de los demás. Triunfa la
vanidad sobre el individuo.
El «vicio maestro» al que Evagrio denominó como “tumor del alma lleno de pus que al alcanzar
la madurez se descompone en un desagradable desastre”; y que para el papa
Gregorio era el peor de los siete pecados capitales, el que contiene la semilla
de todo el mal, para el que “la vanidad
es el comienzo de todos los pecados.”
‘Vanidad’ viene del latín ‘vanitas, vanitatis’, y significaba vacuidad, del adjetivo latino ‘vanus’.
“Vano
quiere decir vacío: de modo que la vanidad es tan poca cosa, que apenas puede
decirse de ella cosa peor que su nombre”, decía Nicolas Chamfort.
¿Cómo una palabra que en latín designaba el
vacío pudo desarrollar el significado que tiene actualmente de “soberbia
u orgullo”?
Con su origen etimológico
podemos profundizar en el concepto: la vanidad es vacuidad en el sentido de que
es la presunción de que se posee algo cuando el interior está vacío. Decía
Honoré de Balzac que “hay que dejar la vanidad a los que no tienen otra cosa que exhibir”.
Y es esta vacuidad la que la diferencia de sus
sinónimos, en las que el vacío no está presente. Las tres palabras hablan del
mismo sentimiento de exagerada valoración de uno mismo. Pero si en ‘soberbia’
no hay vacío, en ‘vanidad’ tampoco hay
referencia a “los demás”, no existe
la superioridad de la ‘soberbia’, del latín ‘super-bus’, “el que está por
encima”.
Por esta misma razón encuentro que puede ser
fácilmente visible y detectable cuándo uno es orgulloso y soberbio: porque hay
una relación con los demás, observo esa relación externa. No tan fácil resulta,
sin embargo, identificar la vanidad puesto que en lo único que tengo que
fijarme es en mi persona, sin relación alguna con los demás. Tengo que
descubrir mi vacío interior al que me precipito en tapar (creyendo llenarlo)
con falsos y efímeros estímulos. Decía Edward Young: “La vanidad es hija legítima y necesaria de la
ignorancia; el hombre es un ciego que no sabe verse a sí mismo”.
Y por eso la vanidad es más peligrosa: puede, sin
darme cuenta, seducirme más. Del latín ‘se-duco’,
es la que más ‘se-duce’ porque me guía
para conducirme (‘-duco’) fuera del (‘se-‘) camino que yo llevaba para seguir
el que a ella le conviene: llenar mi vacío interior con vacuidad, apariencia, fraude.
Un vacío que necesita llenarse sin más
vacuidad, sin vanidad: “No
puede ser sino vanidad, lo que no sirve para la eternidad”, de Francisco de Sales. O como dijo Benjamin
Franklin. “La vanidad es un mendigo que pide con tanta insistencia como la
necesidad, pero mucho más insaciable”: una insatisfacción que la
vanidad vuelve crónica al llenar un vacío con más vacuidad.
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ResponderEliminarIgnoraba el origen de la palabra, Pilar. La etimología aportando luz. ¡Gracias!
ResponderEliminarIgnoraba el origen de la palabra, Pilar. La etimología aportando luz. ¡Gracias!
ResponderEliminarSiempre! Gracias a ti, Fran!
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